El interlocutor sonríe. Toma aire. Está por hacer su exclamación. Uno se prepara. Ya pasó por esto. Ya conoce qué viene a continuación.
–¡Modernizate, viejo! ¿No sabías que ya se inventaron los Kleenex?
–Sí que sabía –protesta uno–. Y no se dice "Kleenex", se dice "pañuelos descartables de papel tissue".
–¿Y por qué no te comprás unos pañuelos descartables de papel tissue entonces?
–Porque me gustan los pañuelos de tela –se ataja–. Además, no sé usar un Kleenex.
–¿Cómo que no sabés usar un Kleenex? ¡Te sonás y listo!
–¿Sí? A ver, decime, sabihondo: ¿cómo se desenvuelve el pañuelito de papel? ¿Hay que abrirlo todo? ¿Darle forma de triangulo? ¿Hacerlo un bollito? ¿Dejarlo rectangular, como viene? ¿Y qué hacés después con el papel lleno de mocos? ¿Lo guardás en el bolsillo? ¿Lo ponés arriba de un cenicero? ¿Lo tirás debajo de la mesa?
–Sos del siglo XIX, viejo...
Y sólo para demostrarle a su interlocutor que tiene los pies bien clavados en esa tierra sagrada que es el presente (como decía el filósofo inglés Alfred North Whitehead), uno pide un Kleenex y se limpia la nariz. Ahí está. Higiene del siglo XXI. En ese momento un segundo interlocutor se le queda mirando, boquiabierto, sumamente consternado.
–¿Sabés cuántos árboles del Amazonas hubo que talar para que vos te sonaras los mocos?
Y entonces lo entiende: la lista de cosas que hay que saber para considerarse parte de la época es interminable. Si un buen día, caminando distraído por la calle, fuese interceptado por el inspector de contemporaneidad, seguramente quedaría en falta. Lo meterían preso y todo. Por desinformado. Por atrasado. Por... descontemporáneo.